Cuando no había COVID-19 y las clases medias altas de
América Latina podían pensar en un cambio de vida, comenzaron a migrar. Parejas
de profesionales jóvenes escapaban de la metrópoli -Buenos Aires, Santiago,
Bogotá- buscando la experiencia rural (sana, con olor a tierra, tranquila) en
ciudades intermedias. Ciudades con wifi, educación privada, pero con vistas al
mar, la cordillera o la sierra. La pandemia ha agudizado esta huida, constatan
los autores. Por otro lado, ha despertado o profundizado la resistencia de los
locales, quienes “obstaculizan rutas de acceso, colocan carteles que prohíben
el paso, apuntan a las metrópolis como foco de riesgo epidemiológico y
solicitan el testeo sanitario de quienes pretenden ingresar al territorio”. En
esta columna, tres investigadores de Argentina y Chile revisan datos
recopilados desde 2010 en los que describen tres momentos de una década: la
fantasía de lo rural, la huida de la metrópolis y los desafíos post-pandémicos.
Sabemos el comienzo de la historia: el capitalismo avanza
industrializando, urbanizando y penetrando zonas cada vez más aisladas. Como en
una película de terror, su andar va despertando monstruos. No se trata de una
lectura moralista (al virus poco le importa quiénes somos o qué pensamos), sino
informada: según EcoHealth Alliance, en los últimos cuarenta años se han
triplicado las infecciones por derrame, con transmisión de virus desde
distintos animales –murciélagos y primates, principalmente– hacia humanos. Ocurrió
con el SARS, el Marburgo y el Ébola, y puede que también haya sido el caso del
Coronavirus en Wuhan. Como sugiere Christine Johnson, directora del EpiCenter
for Disease Dynamics, «esta transmisión es resultado directo de nuestras
acciones en la vida salvaje y sus hábitats».
Sabemos también cuál es el nudo de la historia: en nuestro
planeta híper-conectado, atravesado por flujos incesantes de personas, ideas y
cosas, el virus se expandió a la velocidad de un grito, y asustados ante su
amenaza, las personas respondieron cerrando puertas y ventanas, ajustando sus
rutinas, abandonando el cara a cara y comenzando a vivir la vida, según
pudieran, encerradas entre paredes y pantallas.
La pandemia golpeó al mundo, pero especialmente a las
metrópolis. Con una rapidez que aún sorprende, las calles se vaciaron, los
sonidos se apagaron, y los cuerpos dejaron de verse y tocarse. La gran ciudad
era multitud, densidad, ruido y anonimato, y hoy esos atributos se encuentran
aletargados y suspendidos; y más aún, nos comenzaron a parecer dañinos y
peligrosos.
Las cifras tras este miedo nos secundan: quienes vivimos en
las grandes urbes estamos más expuestos a ser alcanzados por el virus. A la
fecha, más del 80% de los casos chilenos han sido detectados en la Región Metropolitana
de Santiago, con un total de 187 mil personas infectadas, y algo similar ocurre
en la Argentina, con 35 mil casos (93%) en el Área Metropolitana de Buenos
Aires, siendo que esta sólo concentra 37% de la población.
Esta concentración del virus ha hecho florecer un desprecio
antiguo contra las grandes ciudades; miradas que le reprochan su
artificialidad, violencia, consumismo e indiferencia. A la vez, ha revitalizado
el imaginario virtuoso de su antítesis histórica: lo rural, que si bien
esporádicamente ha tenido cargas negativas –percibida como salvaje o
primitiva–, usualmente ha sido vista como el reino de lo bello, lo simple y lo
bueno. Como escribe Henry Thoreau: «Un halcón de los pantanos sobre la llanura
de Concord es más valioso espectáculo para mí que la entrada de los aliados en
París» (2016).
La pandemia golpeó al mundo, pero especialmente a las
metrópolis. Con una rapidez que aún sorprende, las calles se vaciaron, los
sonidos se apagaron, y los cuerpos dejaron de verse y tocarse. La gran ciudad
era multitud, densidad, ruido y anonimato, y hoy esos atributos se encuentran
aletargados y suspendidos; y más aún, nos comenzaron a parecer dañinos y
peligrosos.
El despertar de «lo natural» se viene rumiando hace décadas,
y ya desde fines de los noventa puede observarse en ciudades como Santiago,
Bogotá o Buenos Aires una articulación de prácticas relativas a la búsqueda de
una vida «más pura», asociada al buen vivir, de «escala humana», con relaciones
comunitarias y donde el bienestar corporal reciba un cuidado permanente a
través de la dietética y el deporte. La pandemia y su muerte han profundizado
estos relatos, y la posibilidad de huir se ha colado en las mesas de muchas
familias y amigos. Especialmente de profesionales jóvenes de clase media y
alta, quienes calculan presupuestos y vitrinean propiedades lejanas para
fantasear con otras vidas. La playa, el bosque, la montaña o la sierra se
figuran como escenarios apacibles donde pasar unos días de confinamiento, e incluso
asentarse de forma permanente.
Para quienes no es posible la huida, ésta sobrevuela en
forma de simulación. Uno de los videojuegos más exitosos durante la pandemia ha
sido Animal Crossing, lanzado por Nintendo el 20 de marzo. En él, los usuarios
deben habitar sectores rurales, viviendo en armonía con otros. Como explica
Alex Christiansen: «el juego tiene una cadencia de villa, de espacio soñado,
alejado de todo», asunto que destaca también Camila: «Me encanta lo relajante
que es, sin muchas expectativas, sólo estar ahí. Se siente como un escape del
mundo, especialmente ahora con todo lo que está pasando». Le preguntamos a Alex
sobre cómo se relaciona el juego con su vida metropolitana y responde: «Yo
tengo mi familia en Viña, y antes de la cuarentena iba [seguido], entonces
nunca he perdido el foco con esa vida más tranquila (…) Sé que es un anhelo
imposible, pero me gustaría que el ritmo de Santiago pudiese ser así».
Si dividiéramos el mundo en dos –lo urbano y lo rural–,
podríamos imaginar que una crisis de la metrópolis desencadenaría flujos
migratorios hacia «lo natural», pero la realidad posee más arreglos
territoriales que los delimitados por ese binarismo (Greene & De Abrantes,
2019). De hecho, durante las últimas décadas la huida no ha sido tanto a
parajes idílicos y aislados, rodeados de praderas, aguas cristalinas y nevados,
sino a otras ciudades conocidas como intermedias o no-metropolitanas.
Sabemos cómo comenzó y cómo siguió, pero no cómo terminará.
No podemos saberlo, pero nuestros estudios en localidades de este tipo nos han
dado algunas lecciones necesarias de atender, y que pueden anticipar algunos
posibles problemas, desafíos y frustraciones de este movimiento.
Lejos de la metrópolis
Como bien recoge este dibujo de Mathew Borrett, una de las
formas más extendidas en que se imagina la urbanización mundial tiene la forma
de una metrópolis que avanza implacable sobre el campo. Es por ello que Henri
Lefebvre habla de un capitalismo cuya conquista es espacial, y que no se
detendrá hasta que cada rincón del planeta responda a su palabra. Ahora bien,
aunque efectivamente la urbanización esté avanzando a un ritmo acelerado, su
distribución no ocurre como suele pensarse: los datos sugieren que, más que las
metrópolis, son las ciudades de tamaño medio las que atraen mayor población. La
Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, mantiene su población estable desde 1947,
período desde el cual el crecimiento se concentró en sus zonas periurbanas.
Desde los ochenta, sin embargo, tanto la ciudad como su conurbano se han
mantenido estables, mientras que algunas ciudades periféricas y entornos
rurales han evidenciado crecimientos intercensales de hasta el 50%. Para Chile,
si en el periodo 1940-1970 las grandes ciudades crecieron al 3.1% anual, desde
entonces a la fecha su ritmo ha caído a un 1.9%. Las ciudades no
metropolitanas, en cambio, mantienen un crecimiento demográfico del 2.5%,
duplicando el promedio nacional.
Este declive en la capacidad de atracción de la gran ciudad
ha sido tradicionalmente explicado por transformaciones estructurales del
capitalismo tardío, como los procesos de desindustrialización y terciarización.
Sin desconocer su rol, creemos que el fenómeno debe abordarse también desde
otros ángulos, analizando cómo se empalma con un reencantamiento de los
escenarios rurales y urbanos de menor escala. Las investigaciones que venimos
desarrollando en localidades de acogida de flujos metropolitanos, tanto en la
Argentina como en Chile, nos han permitido entender, de hecho, que las
subjetividades de quienes huyen o desean huir buscan entornos «más naturales»,
menos intervenidos y contaminados; prácticas saludables, vinculadas a la tierra
(asunto de gran importancia para familias en etapa de crianza); vidas
tranquilas; bajas tasas de criminalidad; escenarios menos colonizados por la
lógica capitalista, donde el consumo y el dinero sean menos preponderantes; y
relaciones sociales más comunitarias, entramadas en redes solidarias.
Los metropolitanos que finalmente se atreven a hacer sus
maletas, meten en ellas diversas fantasías sobre sus vidas futuras. Al
desempacar, sin embargo, la realidad rara vez se ajusta a sus anhelos y pocas
cosas resultan ser como imaginaban. Más que inclusivas, las comunidades
receptoras suelen percibirse cerradas y homogéneas. La naturaleza, por su
parte, no es tan prístina como en las postales o publicidades inmobiliarias, y
el trabajo es al menos igual de intenso que en la capital.
Las localidades receptoras han abrazado esta
descentralización, pero no sin fricciones. Hay quienes ven en este movimiento
la posibilidad de crecimiento, progreso y sofisticación; pero también están
quienes ven amenazados sus modos de vida, sea por la expansión urbana, la
saturación de su infraestructura, el alza en los valores del suelo, el descuido
de sus tradiciones, la gentrificación de sus barrios y el arribo de nuevas
patologías, sobre todo de orden moral (Trimano, 2019; De Abrantes &
Trimano, 2020). La pandemia ha tensionado fuertemente estas ansiedades, y la
sensación fantasmagórica de una horda de clase media metropolitana inquieta a
muchos residentes locales. Como nos comentó uno: «¿Qué vamos hacer cuando los
de la ciudad se quieran venir en masa?». Es desde ese lugar que pueden
comprenderse mejor los improvisados piquetes y barricadas, la aplicación de
hisopos de control, el despliegue de las aduanas sanitarias o la implementación
de exámenes de identificación, entre otras tecnologías diseñadas que están
siendo aplicadas para limitar los flujos de cuerpos biopeligrosos desde «el
afuera»; situación que viene a reforzar, aún más, el imaginario de estas
localidades como santuarios purificados.
Ante este panorama, consideramos importante preguntarnos por
los efectos espaciales y sociales de este posible flujo migratorio. Y que no se
malentienda: nos parece vital que intentemos imaginar un horizonte político
post pandémico donde se ensayen formas de vida colectivas y sustentables, que
logren romper con el orden dominante y vuelvan a poner la vida y lo social por
sobre el capital. Pero más que «volver a la tierra» para ello, debemos intentar
recrear nuestra relación con ella y entre nosotros, lo que puede hacerse
independientemente del lugar donde estemos, sea en la montaña o en la gran
ciudad. Para no repetir viejos errores, queremos destacar dos grandes desafíos
que la migración desde las metrópolis ha obviado.
La voluntad de pureza
Los metropolitanos que finalmente se atreven a hacer sus
maletas, meten en ellas diversas fantasías sobre sus vidas futuras. Al
desempacar, sin embargo, la realidad rara vez se ajusta a sus anhelos y pocas
cosas resultan ser como imaginaban. Más que inclusivas, las comunidades
receptoras suelen percibirse cerradas y homogéneas. La naturaleza, por su
parte, no es tan prístina como en las postales o publicidades inmobiliarias, y
el trabajo es al menos igual de intenso que en la capital. Además, el acceso a
la vivienda es restringido, y aquellas comodidades, servicios e
infraestructuras de la gran ciudad que parecían prescindibles, comienzan pronto
a extrañarse. De modo que «llegar con el manual de permacultura bajo el brazo»,
como nos dice una migrante, no garantiza una estadía plena y por el contrario,
implica grandes esfuerzos para reconvertir sus formas de vida a las lógicas
locales.
Los ajustes al nuevo escenario no son fáciles porque las
familias se suelen mover de un lugar a otro, pero acarrean consigo
subjetividades y prácticas urbanas. Su mudanza, podríamos decir, es
principalmente espacial, y lo urbano, como escribe Richard Sennett, sería «una
guerra civil que se lleva dentro». Esto no sería un problema si no fuera porque
comienza a horadar los territorios de acogida, transformándolos y produciendo
alteraciones en la «esencia paisajística del lugar», como indican los
residentes locales. El desarrollo de proyectos inmobiliarios como cabañas,
loteos cerrados y abiertos, complejos turísticos, edificios en altura y la
incorporación de toda una batería de elementos de construcción poco «amigables»
con el entorno, además de emprendimientos comerciales como malls, gimnasios y
cadenas de restaurantes, y la incorporación de redes de infraestructuras de
conectividad viales y de telecomunicaciones, evidencian estas mutaciones en los
sitios de acogida.
Uno de los cambios que más resienten los entrevistados es el
impacto humano sobre las estructuras ecosistémicas. La llegada de los migrantes
metropolitanos tiende a desajustar las identidades culturales, arquitectónicas
y paisajísticas tradicionales, en una antropización que produce tensiones del
tipo: «ahora tenemos asfalto por todos lados», «cada vez nos parecemos más a
una ciudad grande», «quieren poner semáforos», «avanzan sobre el bosque y el
frente costero», «no respetan la relación que tenemos con nuestro territorio» o
«acá están haciendo en un culito de tierra cinco cabañas y una casa».
Otra dimensión anudada al desfase de imaginarios se observa
en las formas de relación con la sociedad receptora. En el escenario
fantaseado, desde la lejanía, las tradiciones, identidades y prácticas reales
de los locales no suelen contemplarse, o si son consideradas, es en línea con
lo fantasmagórico, pintoresco o ficcional: «Estoy fascinada con la idea de
tener vecinos gauchos», nos dice Bárbara, mientras que Rodrigo hace una
operación inversa pero igualmente controvertida cuando dice extrañarse porque
los maulinos «se disfrazan de huasos». El interés por encontrar una comunidad
de afinidad justifica el movimiento metropolitano, pero la irrealidad de lo
imaginado produce una conmoción que impacta en sus proyectos: «Mi fantasía hace
diecisiete años es que me iba a encontrar con ángeles (…), con toda la gente
superada. Fue muy duro encontrarme que no era así. (…) El manto de conflictos
emocionales estaba en todos, por más que lo negaran». Como bien advierte Adrián
Gorelik, «[El campo] no ofrece ninguna contrafigura salvadora a la miseria moral
y social de la ciudad».
La llegada real o potencial de migrantes con COVID-19
moviliza temor, desata disputas y levanta fronteras, actualizando imaginarios
que median el nosotros y los otros, lo autóctono y lo forastero. El sueño de
globalidad, o de nación, se ve resquebrajado ante esta amenaza, y el cuerpo
social se divide. Y así como se reposiciona una narrativa antiurbana en las
metrópolis, en estos escenarios –reimaginados como puros, limpios, con
restricciones más laxas y libres de virus– no han tardado en emerger discursos
xenófobos. El arribo de los metropolitanos es visto como un «verdadero
peligro», «una invasión» y «una amenaza», no sólo para los patrimonios culturales
inmateriales (costumbres, tradiciones, identidad); sino también para los
arquitectónicos (fisonomía local), paisajísticos (bosques, playa, sierras) e
incluso para los nacientes discursos locales de patrimonio biológico, que
demandan clausura y purificación en pos de su protección y defensa.
Las discusiones no-metropolitanas no sólo se centran en la
potencialidad destructiva del Covid-19, sino también en la voracidad de otras
patologías, de orden moral, que parecerían portar quienes vienen de la gran ciudad:
el consumo, el capitalismo, la descortesía, la anomia, la perversión y el
anonimato.
Los residentes locales cierran filas, obstaculizan rutas de
acceso, colocan carteles que prohíben el paso, apuntan a las metrópolis como
foco de riesgo epidemiológico y solicitan el testeo sanitario de quienes
pretenden ingresar al territorio. Si bien la cuarentena vale para todos, las
gestiones municipales parecen estar más concentradas en controlar los límites
con el afuera que en gestionar los contactos internos. Cuando las cosas se
complican –un asado, un bautismo, un partido de fútbol que dispara una cadena
de contagios–, las estrategias cambian y no faltan las acusaciones sobre
cuerpos metropolitanos vistos en tránsito, portadores del virus. Intendentes de
la región de las Sierras Chicas de Córdoba señalaron, en este sentido, su
preocupación ante «la extraordinaria y excesiva circulación en nuestras
localidades de personas provenientes de zonas de riesgo epidemiológico, en una
situación que excede largamente nuestras capacidades para controlar personas y
vehículos».
Otros habitantes complejizan sus argumentos y afirman que
«los agentes inmobiliarios están con los colmillos afuera. Se les frenaron
todas las ventas durante la cuarentena y están deseosos de que esa gente venga
a poner su dinero acá, hay mucha expectativa». Este y otros testimonios
confirman el temor latente frente a un aumento de la demanda de «sus»
localidades, que remite a un desplazamiento de personas, pero también, como
afirma una entrevistada, «del traslado del imaginario urbano al territorio
rural».
Por su parte, aquellos que tienen gran parte de su economía
atada al turismo, se expresan perplejos ante la coyuntura y vaticinan
pronósticos ambivalentes: «se viene una muy buena temporada de verano porque
mucha gente de la ciudad va a querer venir» y «nos estamos preguntando cómo
prepararnos para todo lo que se viene. Este pueblo sin turismo se muere». El
turismo es así otro factor capaz de desplegar diversas disputas entre ideas de
desarrollo y conservadurismo.
Por otro lado, las discusiones no-metropolitanas no sólo se
centran en la potencialidad destructiva del Covid-19, sino también en la
voracidad de otras patologías, de orden moral, que parecerían portar quienes
vienen de la gran ciudad: el consumo, el capitalismo, la descortesía, la
anomia, la perversión y el anonimato. En definitiva, un virus que se presenta
como capaz de reproducir los modelos metropolitanos a pequeña escala, al mismo
tiempo que enfrenta las expectativas y fantasías de aquellos que se encuentran.
Capacidad estructural
El crecimiento demográfico de los escenarios no
metropolitanos, sobre todo en nuestros países, rara vez es acompañado por las
transformaciones estructurales necesarias para sostenerlo. Esto se complejiza
aún más en las condiciones sanitarias actuales, que exigen recursos que se
encuentran en menor proporción, tales como acceso al agua, bienes de higiene y
el cuidado, capacidad hospitalaria, camas para terapia intensiva, personal de
salud capacitado e instituciones locales competentes que puedan garantizar
efectivamente la cuarentena.
En Argentina, la mayor cantidad de plazas de terapia
intensiva están concentradas en la Ciudad de Buenos Aires (7,1 por mil háb.) y
en la provincia de Córdoba (5,9 por mil háb.). En Chile sucede algo similar:
del total de camas, cerca del 60% se nuclean en la Región Metropolitana.
Además, debido a la centralización de las clínicas y hospitales, muchos de los
habitantes de los escenarios pequeños y medianos –de Chile y Argentina– se ven
obligados a desplazarse varios kilómetros para acceder a la atención médica, e
incluso para realizarse el hisopado que confirma el contagio. Las limitaciones
observadas en la infraestructura de transporte, sumado a las restricciones de
circulación que impone la cuarentena, impactan en los territorios periféricos,
colocando el temor a la orden del día: «esto es una bomba de tiempo. Tenemos un
sólo hospital con una sola cama de intensivos y somos 40 mil habitantes».
Los respiradores constituyen otro elemento sumamente
valorado y su ausencia devela los hilos de desigualdad que atraviesan las
jerarquías territoriales. En los últimos días, el Ministro de Salud de la
Argentina explicó la necesidad de «distribuir de forma regulada y centralizada»
este recurso, atendiendo a la cantidad de casos. Si bien válido, este
movimiento despertó ciertas resistencias locales al indicar que estas
condiciones tendrían que haberse generado antes que la pandemia «nos golpee».
En Chile, por su parte, el colapso de hospitales en Santiago ya ha movilizado
el traslado de enfermos a centros de atención regionales, limitando su
capacidad de atención.
Por otro lado, según la Sociedad Argentina de Terapia
Intensiva (SATI), hay sólo 1.350 médicos preparados para esa especialidad, la
mayoría de ellos en el AMBA. Lo mismo ocurre, más allá de las diferencias
anudadas a la gratuidad y de acceso a la salud, con el sistema chileno: si la
Región Metropolitana tiene 266 médicos cada 100 mil habitantes, en regiones
como Ñuble la cifra baja a sólo 10. Esta concentración ha resultado ser útil
para el control y atención del virus, pero ¿qué ocurriría si el Covid-19 se
expandiera a regiones, donde las localidades han sido desprovistas de lo
necesario? Los datos revelan el enorme desafío técnico y político que enfrentan
los sectores no metropolitanos ante la migración, a la vez que la desigualdad
territorial que los afecta.
La distribución más equitativa de la población sobre los
territorios nacionales constituye un problema político-histórico al que los
gobiernos centrales y locales tienen que poder responder –para modificar, al
fin– las estructuras macro-cefálicas de nuestros países. Los metropolitanos,
ansiosos por encontrar estilos de vida más acordes con sus expectativas, están,
además, en todo su derecho de emprender y fantasear con la huida, incluso en un
contexto de crisis sanitaria como el actual. Los locales pueden abrazar la
descentralización y también pueden resistirse ante tales transformaciones. Sin
embargo, –y aquí nuestro aporte– las experiencias registradas antes de la
irrupción del Covid-19 no resultan ser las más esperanzadoras.
Además de enfrentar fantasías imposibles de cumplir y de
producir tensiones sociales entre los unos y los otros, estos movimientos
poblacionales suelen desarrollarse sin la implementación de políticas públicas
capaces de regular los modos de asentamiento y urbanización. Se producen, sin
control, cambios radicales en el uso del suelo, colapsos en las
infraestructuras locales, especulación inmobiliaria y segregación residencial.
La desconcentración demográfica, en este punto, no puede presentarse como libre
de conflictos y menos aún si, como ocurre en Latinoamérica, no es acompañada
por otro tipo de procesos de descentralización económica, productiva,
tecnológica, científica, política, social y cultural.
La cuarentena aún restringe los movimientos internos.
Veremos si efectivamente, una vez que sus limitaciones se levanten, las
expectativas de quienes desean huir y los temores de quienes no quieren o
pueden recibir, logran materializarse. Para analizar los efectos de esta
migración y las transformaciones territoriales anudadas al COVID-19 tendremos
que esperar algún tiempo. Mientras tanto, sabemos que esta crisis –así como
tantas otras– nos coloca ante la urgencia de gestionar nuevas formas de
planificar nuestras existencias y organizar nuestra relación con el territorio.
Publicado originalmente en: https://rosalux-ba.org/2020/07/29/huir-de-la-metropolis-y-de-la-pandemia/